Reportaje sobre el proceso detrás de la novela y la documentación: mi viaje a Bangladés.
Supongo que el infierno no es el destino que uno escoge para irse de vacaciones, pero es el que a mí se me metió en la cabeza en 2016, el año en que empecé a escribir la novela que ahora me publica Plaza & Janes. “Ahí no te van a dejar entrar”, me dijeron cuando nada más aterrizar en Bangladés dije que quería ir a Php ship breaking & recycling industries, es decir, al cementerio de barcos de Chittagong más comúnmente conocido como Infierno en la tierra. Este lugar es solo uno de los muchos astilleros que se ubica a lo largo de kilómetros y kilómetros de costa donde antes había playas y manglares y en los que ahora se desbrozan barcos a mano. Por supuesto no se equivocaban, no me dejaron entrar, por eso me colé. No puedo evitarlo, siento una atracción irresistible por los botones rojos y por colarme en fiestas a las que no me han invitado.
Mis amigos me preguntan que si estaba loca cuando me fui a Bangladés sola y sin nada organizado. Siendo honesta, esa no era mi idea inicial, yo iba a ir con un amigo de mi hermana que me dijo “no reserves vuelos ni hoteles” porque él había vivido dos años allí y tenía muchos amigos. Yo ya estaba en Daca, la capital, cuando me comunicó que le habían denegado el visado, sola y con únicamente una reserva de una noche de hotel precisamente en un año en el que recomendaban no viajar porque habían asesinado a muchos turistas aleatoriamente por todo el país (aquel fue el año del terrible ataque terrorista con ametralladoras a un restaurante de Daca en el que murieron veintiocho personas). Para hacerse una idea de lo poco acostumbrados que están los bangladesíes a los turistas, basta decir que allí no existen las agencias de viaje, al menos en 2016 yo no encontré ninguna. Pero bueno, decía Joseph Pulitzer “Ojo a las situaciones inesperadas, en ellas se encierran, a veces, las grandes oportunidades” y yo no tengo más hoja de ruta que esa en la vida. Gracias a que el amigo de mi hermana me dejó “colgada”, supe lo absolutamente maravillosos y generosos que son los bangladesíes.
Durante solo once días (ahora me parecen años), recorrí su geografía de norte a sur, y allí donde iba encontraba caos, tráfico, rickshaws (es el país de Asia con más rickshaws por metro cuadrado) y gente por todos lados que se amontonaba a mi alrededor para fotografiarse y preguntarme por “Real Madrid”, la capital de España. Ellos me hicieron de guías, felices de poder mostrarme su país, me compraban los billetes de avión, me reservaban los hoteles. Me enamoré de su carácter alegre, curioso y resiliente, y sentí la locura que es retroceder en el tiempo a un país en el que los chiquillos corren por los techos del tren sin ningún temor a la muerte. Me llevaron por los principales escenarios que aparecen en mi novela, desde los suburbios y tenerías de la capital a otros lugares míticos por su belleza de aire colonial como Sreemangal, con sus colinas verdes del té y las vías del tren que dejaron los ingleses, o su Reserva Natural de bosques selváticos, Lawachara National Park. Visité poblados donde me recibían entusiasmados, era un poco loco todo, en uno de ellos me metieron dentro de una cantina de chucherías y me dieron una Fanta naranja para que todos los niños pudieran observarme por turnos. También recuerdo estar en un hotel, en el piso 14, escuchar unos ruidos, y al asomarme a la ventana ver a un chico colgado de una escalera hecha con caña de bambú. La seguridad laboral no existe, se juegan la vida en cada segundo y nosotros, como dice un buen amigo, nos quejamos porque no tenemos sillas ergonómicas. En moto y sin casco recorrí la playa ininterrumpida más larga del mundo, Cox´s Bazar. Allí me pusieron en contacto con Sagor y Ryad, dos grandes amigos de la caótica Chittagong que me llevaron al cementerio de barcos donde me negaron la entrada. Al recinto entré gracias a unos niños que supuestamente no estaban empleados allí, trepamos por una montaña de escombros y pasé al otro lado de la verja. A veces pensamos que la solución para frenar este consumismo inhumano es dejar de comprar, pero porque durante la crisis de 2008 bajaron las ventas, los buques que ya se habían quedado sin una función empezaron a amontonarse en mayor número en este cementerio de barcos. El negocio textil no se limita a lo que sucede dentro de las fábricas sino a toda la logística que hay detrás, por eso quería que este lugar infernal apareciese en mi novela.
Bangladés es conocida como la tierra de la resiliencia: sus habitantes superan todo tipo de catástrofes medioambientales provocadas por ciclones, por la falta de recursos, por las altas concentraciones de población. Gente bañándose en ríos de fango, casas hechas con techos de lonas de plástico (los de uralita son un lujo), niños cargando enseres en sus cabezas… Siempre con una sonrisa y sin perder el vigor, orgullosos de su entereza para seguir adelante. Su geografía está abarcada por más ríos que tierra, y eso, para un país que antes del negocio textil vivía fundamentalmente de la agricultura, era una desgracia: los ríos enseguida se desbordaban, además de estar contaminados por arsénico. Así pues, el sector de la confección textil es una herramienta de supervivencia vital, supone más del 80% de las exportaciones del país. Y un arma de doble filo: la precariedad y las terribles condiciones laborales en las que trabajan harían sonrojarse al mismísimo diablo.
Si toleramos estas nuevas formas de esclavitud enmascarándolas con frases tipo “Si no fuera por el negocio textil, esta gente no tendría trabajo”, ese cinismo moldeará nuestra identidad y acabará volviéndose en nuestra contra de una manera u otra. La población mundial quiere productos más baratos y el coste, muchas veces, no es dinero sino vidas. Hemos nacido en la Era de la información, que es como se ha llamado al siglo XXI, así que podemos mirar hacia otro lado, pero sabemos lo que está sucediendo en el mundo: el paraíso se ha quedado sin manzanas y vamos a buscarlas al infierno. En la República Democrática del Congo hay coltán; en Sierra Leona hay diamantes; en las aguas de Somalia, atún; en Camboya, madera; en Siria y Venezuela, petróleo; y en Bangladés, mano de obra barata. Es fácil entender que su mayor riqueza sea la mano de obra barata si tenemos en cuenta que es el octavo país más poblado del mundo, con una población estimada de 164,69 millones de habitantes. Una de las mayores poblaciones del planeta ocupando un pequeño espacio de tierra que está anegada por los ríos.
La mayoría de las veces, un héroe no sabe que es un héroe. Todas esas mujeres que trabajan en el sector textil ayudan a levantar no solo la economía de su país, sino la esperanza de una nación: para mí, ellas son las verdaderas heroínas del siglo XXI y, por supuesto, las de mi novela. Por eso, la historia de mi novela es una historia bonita, porque en Bangladés no solo hay miseria, hay alegría y hay esperanza. Aunque, en ocasiones, un tipo de esperanza que me quebró un poco el corazón: creen en los consumidores europeos, en que nos vamos a posicionar, luchar por sus derechos humanos. Pero ¿vamos a hacerlo? Al volver del viaje a las comodidades diarias es tan fácil olvidarte de que al otro lado del mundo hay una mujer cosiendo por un mísero salario para que yo hoy vaya guapa… Eso me hace preguntarme, ¿estamos a la altura de su belleza?






